En recuerdo de Cuquita.
PRESENTE LO TENGO YO.
Por Armando FUENTES AGUIRRE, “Catón”,
Cronista de la Ciudad
Llegaban en parvadas y con puntualidad de golondrina en Capistrano. Los gringos… Nosotros decíamos “las gringas”, porque de la existencia de ellos ni siquiera nos percatábamos. Entre patrióticos y eróticos escribíamos con gis en la pared del Parque Azteca: “Yankees, go home. Gringas, come!”.
A más de la del tren había dos estaciones en Saltillo: la de los gringos y la otra. La vida de la ciudad giraba en torno de aquellos rubios visitantes: las casas se preparaban para recibirlos, pues todo el año se mantendrían las familias con lo que ellos dejaban al vivir aquí, y los profesores obtenían un ingreso extra trabajando de tutores (“Bueno, mister Smith: aquí se rompió una taza”. Y mister Smith desenfundaba su Kodak de cajón o fuelle y preguntaba con boquiabierta boca: “¡Oh! ¿Aquí precisamente?”).
Todos los noviazgos se rompían, pues los varones en edad de merecer dedicaban el verano a galantear a las güeritas. Les decían: “Me apellido Pemex. Mi papá tiene gasolineras”. Les ofrecían cerveza Bohemia, que ellas tomaban incautamente creyendo que sería el agua de borrajas que se bebe allá, y ya con la Bohemia encima los que las invitaban se les ponían igual, y los líos después eran para el señor cónsul de Monterrey, que tenía que andar reconociendo padres desconocidos.
Todo eso, menos lo de la Bohemia, se debía a una persona sola. Una admirable mujer que de la nada hizo todo: Cuquita Galindo. Ella consumó el milagro, que ni Kissinger, de unir dos pueblos en una relación cordial y benéfica para ambos. Fundó la Universidad Interamericana que todos aquí le decíamos nomás “el Parque Azteca”, donde antes se hacían tertulias, decorado con motivos piramidales estilo entre Huitzilopochtli yCecil B. de Mille.
Lo mejor de todo eran los bailes de los viernes por la noche. Los gringos, ya se sabe, no saben bailar, porque ellos, que lo tienen todo, no tienen nuestros congales, infalibles academias que ahora no sé, pero en aquel tiempo doctoraban en ciencias de danzón, bolero, paso doble, mambo y cha-cha-cha. Querían bailar los güeros la música de Pérez Prado con los medidos pasos que les habían enseñado para La Varsoviana. Pero ellos venían a aprender, y aprendían. Después de cuatro semanas, o de seis, o de ocho, o hasta de una, porque había cursos condensados como el Reader’s Digest, salían sabiendo decir caprón, chincato, pendejou y otras sutilezas; cantando el Cielito Lindo, bailando el jarabe tapatío y con un diploma, grado o título que les era reconocido al otro lado, porque aquí no tanto.
La profesora María del Refugio Galindo hizo mucho en bien de Saltillo, y su obra llegó a ser parte indisoluble de nuestra comunidad. Muchos siguieron sus pasos, pero ella fue la pionera. Recordarla es recordar una muy bella época de Saltillo.